LA PINTURA DE MANUEL BARAHONA

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Aproximarnos a la obra de Manuel Barahona es hacerlo a la Andalucía profunda. Pero no a la Andalucía del tópico, a la Andalucía costumbrista decimonónica de cante y baile. Barahona pinta el campo de Andalucía, ancestral y eterno, y a pesar de todos sus problemas, de su abandono, nos lo plasma con todo lo que tiene de hermoso, de profundo y de esperanzado en su cruel desesperanza. Su obra es una descripción de la realidad que hunde sus raíces en los más íntimos sentimientos y en una arraigada y profunda humanidad.

Con la obra de Barahona nos adentramos en el paisaje andaluz, en el mundo que siempre ha rodeado al pintor, que ha contemplado y que admira y siente profundamente. Y es el mismo artista quien, de una forma directa y sincera, nos aproxima a su obra: "Pinto el campo porque lo llevo en el alma. A veces lloro pintando. Y nunca me ha interesado otro tema. En el campo, en mi campo, veo Andalucía y a través de él puedo expresar lo que siento. Pintar es gozar, pasarlo en grande. Pintando te emocionas, sientes, ríes, lloras... Es una maravilla. Y también es sufrir, y mucho... Me gustaría que todo fuera como lo quiero, como lo deseo, y no es así.. En la pintura te metes, estás en tu mundo, allí dentro puedes respirar, es como un caparazón protector. Luego sales y ves que las cosas no son así, como las sueñas... Pinto lo que veo y trato de dignificar al campesinado. Por esto pongo siempre la figura en mi obra, y en primer término. Al campesino le doy la máxima importancia. Es mi manera de luchar por una idea de dignidad humana. Sólo lo puedo hacer a través de la pintura, de los pinceles, no de otra forma. No se hacer otra cosa que no sea pintar".

Y así, Barahona encuentra su temática en el mundo sencillo, en el hombre del pueblo, en el paisaje inmediato. Pero su paisaje se hace animado por la presencia del trabajo y Barahona se convierte en un singular pintor costumbrista de su momento que pinta lo que ve en el campo, lo que pasa a su alrededor pero lo pinta a su manera, destacando Francisco Anglada que Barahona "no se atiene a la mera captación del paisaje, sino que recrea en lo que la tierra tiene de autenticidad y verdad: el trabajo humano y cuanto en su entorno hay de verdad", añadiendo este mismo autor, que"se ha dedicado a un amoroso culto cromático a los trabajos del campo andaluz, a todas y cada una de esas mil tareas del olivo y el algodón, del cereal y de la huerta, del transporte por tracción de sangre y los ritos ganaderos".



Sus paisajes son siempre sugestivos y sugerentes, y Barahona los resuelve con sensibilidad, brío y acierto cromático que basa en el dominio que el pintor tiene de la luz y el color, captando todos los matices y colores que sabe plasmar, magistralmente, con sus pinceles en sus lienzos. Y es la luz, su luz, una de las preocupaciones plásticas de Barahona, pues el pintor es consciente de su cambio, tal como se recoge en una entrevista de Anglada: "Y hablando de eso de la luz en el verde de los olivos, resulta que para Manuel Barahona tampoco todos los verdes de olivo son iguales. Él tiene establecida una diferencia muy clara entre las hojas de un olivo cordobés y las de un olivo sevillano. En Sevilla el verde del olivar es intenso; el olivar cordobés presenta, en cambio, una tonalidad más cenicienta. Y, claro, el contacto de la luz con uno u otro olivar determina matices diferentes en cada caso. Sorprender y describir esos matices es lo que él cree que ha de hacer todo aquel que quiera trasmitir a los demás el mensaje íntimo del campo de Andalucía. Luego cada faena agrícola tiene su luz y su perfil. La vendimia se hace bajo la luz todavía entera de septiembre y octubre, como la recogida de la aceituna de mesa. La luz decembrina que preside, en cambio, la recolección de la aceituna de almazara tiene más apagado el tono: es una luz más corta, más oblicua, y le da a las hojas perennes del olivar otras penumbras".



Y las gentes de Barahona, las gentes de su pueblo, las que pueblan sus cuadros son, como escribe Margarita Iglesias, "figuras que se desenvuelven en el duro trabajo del campo y que habitualmente se nos muestran de espaldas al espectador de la obra, como pareciendo ignorar que sus tareas pueden ser objeto de mayor interés para otros que para ellos mismos".  Con encantadora naturalidad y expresividad en sus gestos y actitudes, nos los presenta como si estuvieran vivos dentro de su entorno, y Barahona, saliendo al campo andaluz, a su campo, que él conoce como pocos, capta las escenas de las labores agrícolas, convirtiendo cada uno de sus cuadros en el testimonio de la presencia y trascendencia del hombre en la naturaleza. Y así, olivareros, vendimiadores, labradores, sembradores, espigadores, cosecheros de maíz o de algodón, muchas voces personajes anónimos, que se protegen del sol con sombreros y pañuelos, que ocultan sus miradas a la luz cegadora o regresan cansados a la atardecida, personajes sin rostro o que Barahona vuelve de espaldas hacia el espectador, se convierten as en protagonistas de una cultura agraria que, pese a la mecanización, se resiste a morir y, que en todo caso, han encontrado en Barahona un "notario" excepcional, con sensibilidad y oficio que, lejos de que en su obra haya una denuncia social, aunque no esté exenta de preocupación, nos acerca, transmite y poetiza el trabajo de estas gentes en el campo, con su alegría y con su luz. Y por todo ello, por su pintura y preocupación, Barahona, ha recibido el calificativo de "pintor del campo andaluz", afirmando su paisano Gabriel Cejas que "su pintura, preñada de una pletórica exaltación andaluza, vivencial y no populista, eleva nuestros ojos al vibrante espacio del color y la luz de nuestra tierra y cultivos más arraigados; donde la frescura del elemento humano se conjuga en armonía de tonos y matices con la aridez del terruño andaluz".

 

Wifredo Rincón García

Jefe de Departamento de Historia del Arte del C.S.I.C. MADRID